Francisco Javier San Martín
La muerte y la prensa
En la teocracia medieval la muerte se concebía como promesa de nivelación social: las desigualdades terrenales entraban en colapso y la muerte igualaba a todos en un limbo democrático: el obispo y el siervo, el rey y el pordiosero. Si alguna vez esta fantasía llegó a suponer un consuelo real para alguien, la sociedad burguesa, que tiende por inercia a lo laico, acabó por clausurar, en torno al siglo XVIII, cualquier tipo de consuelo póstumo. La prensa, esa institución característicamente burguesa, es un buen índice para evaluar la posición de los individuos frente a la desaparición. Analicemos pues brevemente el reflejo de la muerte individual en los diarios, pues es el tema que subyace, nunca mejor dicho, bajo los dibujos de prensa de Txuspo Poyo.
Una primera discriminación: la esquela es democrática; la necrológica, elitista. La esquela la redactan —si a la simple enumeración de descendientes, hora y lugar del funeral se le puede llamar redacción— los más próximos al difunto, familiares o conocidos. La necrológica, por el contrario, se encarga a un especialista, alguien que sabe escribir, que sabe manejar datos e imágenes, dosificarlos en un discurso, que sabe quizás conmover al lector, pero que no ha vivido necesariamente la desaparición del personaje como un asunto doméstico. Posiblemente la única forma de obituario absolutamente sincero y objetivo sea la esquela: datos sin pasión, enumeraciones, un lugar y una hora para recordar al fallecido. Nada más.
Porque en la necrológica a menudo se cuela la vanidad humana de quien la escribe, del superviviente. En el mejor de los casos, mostrando zafiamente su íntima familiaridad con el personaje fallecido: “La última vez que conversé con Manu Leguineche, en Beirut, sino recuerdo mal…”. O en el peor, cuando la vanidad del redactor se apodera de la necrológica entera y adquiere más protagonismo que la propia figura del fallecido. Ésta es sin duda la peor de las necrológicas, pues insinúa con auténtica perversión que el fallecido era un gran personaje porque tuvo trato con el redactor de su necrológica. La vanidad humana, como es bien sabido, no se detiene ni ante la muerte.
Como género literario, la necrológica es esencialmente amable. El panegírico parece obligado. La regla que aconseja no hablar mal de los ausentes en las reuniones sociales se convierte en ley en el género de la necrológica: no se cita a un muerto reciente para criticarle. La proximidad de la muerte es una especie de “moción de confianza” para el fallecido. Habrá que esperar unos meses o unos años para realizar una crítica más objetiva de su trabajo.
En las necrológicas de prensa aparece una fotografía del personaje, generalmente en la cumbre de su esplendor. Siempre una imagen del muerto, nunca una foto de su obra. Muere Franz West, muere Walter de Maria; en las necrológicas aparece la foto del artista, no de alguno de sus trabajos, de manera que muchos lectores que hojean el periódico por la mañana, no conocen su obra, pero pueden observar las facciones de quien lo hizo, imaginar que tras ese rostro había una persona capaz de crear belleza. En el caso de On Kawara, recientemente fallecido, es como una excepción: cualquiera de sus piezas de fecha con pintura oscura sobre lienzo podría servir simultáneamente como imagen de sí mismo y como obra. Hace tres años se realizó una gran retrospectiva de las Date Paintings de On Kawara en la galería David Zwirner de Nueva York. A la entrada, junto a la primera que hizo casi cincuenta años antes, el 4 de enero de 1966, otra de color azul oscuro, con la fecha de la víspera de la inauguración, 4 de enero de 2012, de un tamaño semejante a la primera y colocada junto a ella. De manera que el comienzo y el final de la exposición fueran la forma visible de una trayectoria vital. El artista que no permitía que le fotografiaran, que se negó radicalmente a cualquier tipo de culto al genio, escribió o pintó él mismo una auto- necrológica durante casi cincuenta años de su vida.
Alguien insinuó que lo peor de toda autobiografía, lo que más frustra al lector, es que el autor nunca escribe el final. La autobiografía es un libro sin clímax final. Lo más que puede avanzar el narrador es, en todo caso, un epitafio, una breve frase escrita aún en vida y que debería servir para recordarle. Pero el epitafio es como un testamento vital, nos transmite el pensamiento del artista, su posición ante la vida o la creación, pero no las circunstancias y los detalles de su muerte. Marcel Duchamp escribió mucho antes de morir su epitafio, grabado en la tumba familiar en el cementerio de Rouen: “D’ailleurs c’est toujours les autres qui meurent. Marcel Duchamp 1887-1968”. Lo que no sabía —no lo sabía nadie— es que moriría en el baño de su casa de Nueva York la madrugada del 2 de octubre, mientras se cepillaba los dientes.
En la necrológica, parece que toda la vida se resumiera en la muerte o quizás que ésta, ya retrospectiva, pueda recorrer la vida del personaje desde sus primeros pasos. La necrológica es una especie de biografía escrita desde atrás. Un texto que comienza por el final, devorando a cada paso la vida que va narrando. En toda necrológica, la fecha de nacimiento, los primeros pasos por la vida, la misma juventud, quedan sumidas en la bruma de un pasado remoto. Mientras que la muerte es un el principio, el comienzo, quizás, de una segunda vida en la inmortalidad.
Ya tenemos esa primera discriminación que nos muestra cómo los seres humanos no somos iguales ante la muerte mediática: un albañil muere y tiene su simple esquela; muere un gran hombre y tiene su obituario en el periódico. Pero, como ya he insinuado antes, el obituario no es sinónimo de inmortalidad, puesto que hay muertos y muertos. Veamos ahora otra diferencia, otra discriminación que marca la prensa en sus obituarios. Es el caso del tercer modelo que quiero citar: la muerte de un personaje tan importante, tan decisivo en su campo, que salta de la pura necrológica hasta la portada del diario: “Luto en la Tierra y en Macondo. Muere Gabriel García Márquez: genio de la literatura universal”, titula El País a cinco columnas al día siguiente de la desaparición del escritor colombiano. No es una necrológica, es una noticia global. Los adjetivos irrepetible, universal, clásico, inagotable, etc. se agolpan en pocas líneas de texto para formar todo un baile de alabanzas desmedidas. Y al pobre muerto de segunda, relegado a la página de obituarios, sólo le queda el desconsuelo de que su pequeña desaparición haya coincidido con otra enorme, universal.
Pero sigamos, pues hay un último filtro sobre la inmortalidad. Hacia final de año, entre el 28 y el 30 de diciembre aproximadamente, los periódicos intentar resumir el año en acontecimientos políticos, en avances de la ciencia, en retos para el futuro, etc. Y también hay una sección que resume los “muertos ilustres” del año: 2014: ha muerto Gabriel García Márquez o Emilio Botín, fallecidos de primera categoría, muertos que parecen llevar aparejado un titular. Es decir, otra forma de relegar al resto de muertos del año. Sólo hace unos meses que el mismo periódico dedicó una página o del cantante Joe Cocker, pero llegado el fin del año, el momento de la verdad, no consiguen pasar el filtro de grandes entre los grandes. Su inmortalidad comienza a desvanecerse.
No olvidemos además que la necrológica es un género geográfica y culturalmente localizado. Que las muertes del actor Álex Angulo o el cocinero Arturo Barrio pertenecen a un ámbito restringido, mientras que las de Robin Williams o Lauren Bacall son globales, y otras, como la del futbolista Alfredo Di Stefano o la Duquesa de Alba engloban ambas características a la vez. Txuspo Poyo realiza sus dibujos sobre hojas de periódicos de referencia, pero si consultamos un periódico local, Deia, por ejemplo, en Bilbao, o El faro de Vigo encontraremos reseñadas las muertes de un gudari que luchó en la guerra civil o un andereño que enseñó en euskera durante la Dictadura, la más anciana de las mariscadoras de la Costa da Morte o un jugador del Deportivo de la Coruña de los años cincuenta. Y como el mundo es muy grande, uno se pregunta qué ocurre con Lida van der Anker-Doedens, piragüista neerlandesa, Andreas Bjørkum, filólogo noruego, Anker Buch, violinista danés, Pierre Capretz, escritor francés, Guillermo Delgado, futbolista peruano, Mi Pana Gilito, humorista puertorriqueño, Jacques Le Goff, medievalista francés, Rolf Rendtorff, teólogo alemán, Frank Illiano, mafioso estadounidense, Wendy Hughes, actriz australiana o Michel Antochuw, cartógrafo franco-mexicano, todos ellos fallecidos en 2014. ¿Qué ocurre con los grandes hombres pequeños, con las heroínas de segunda fila, con las personalidades de la periferia? No ocurre nada: muertos y enterrados en su notoriedad local, recordados sólo por sus allegados o, en todo caso, algún improbable erudito que estudie de Historia del piragüismo en Holanda, de la filología noruega o del fútbol peruano.
Vanitas
Muerte e inmortalidad son dos asuntos radicalmente diferentes. La muerte es el acto privado por excelencia; la inmortalidad, por el contrario, es el reconocimiento público a la obra de un individuo excepcional. Pero a pesar de esa pretendida rotundidad, la idea de inmortalidad es también —paradójicamente— provisional. Además, la inmortalidad que manejamos en la actualidad, cuando los media califican tantas cosas pasajeras de inolvidables, de históricas, se ha convertido en un concepto especialmente desgastado. Una temporada tras otra tenemos ocasión de asistir al “partido del siglo”, a “goles históricos” y cosas por el estilo. Paralelamente se fabrican artistas “excepcionales” y personalidades “inolvidables” cuya excepcionalidad es inmediatamente olvidada.
No hará falta recordar, por acudir a un tópico, que a Don José de Echegaray se le concedió el Nobel de literatura en 1904, en el cénit de su popularidad pero que en realidad ahora sólo es recordado —¡qué inmortalidad tan desgraciada!— como ejemplo de un error del jurado; o que Vittore Maturi —Victor Mature, en su nom d’écran— no daba abasto en los años cincuenta para cumplir sus innumerables compromisos en Hollywood y que sólo medio siglo después es unánimemente señalado como un anti-actor de cartón piedra. Pero es aquí reside precisamente la paradoja de estas inmortalidades en negativo: si Victor Mature hubiera conseguido desarrollar algún matiz actoral, aunque fuera mínimo, es decir, ser un poco mejor actor, hubiese sido totalmente olvidado entre una montaña de actores mediocres que poblaron Hollywood durante décadas, pero fue esa nula capacidad para actuar lo que le ha hecho inmortal. O si Echegaray no hubiera escrito ripios en verso del calibre de “O muerte o santidad” y “Correr en pos de un ideal”, sería un simple y mediocre escritor decimonónico más, pero es precisamente la concesión del premio Nobel el que ha provocado su inmortalidad como ejemplo perfecto de escritor relamido y melodramático.
La inmortalidad de alguien es una carrera de obstáculos que comienza con el reconocimiento de sus contemporáneos, pero que en ningún caso acaba con la muerte. En todo caso ahí comienza la parte más difícil de la carrera, aquella que ya no depende de sus obras —su legado, en la terminología del género necrológico— sino de componentes póstumas, sobre las que ya no puede actuar: su visión de futuro, su carácter anticipador, su resistencia al cambio de modas, su inercia para engancharse a un revival… y otros muchos que irán definiéndose en décadas sucesivas; pues si algo queda claro de la inmortalidad, al contrario de lo que proclama con su rotundo nombre, es que sólo es una frágil hoja flotando en las aguas turbulentas del Zeitgeist.
El primer paso para esa carrera hacia la inmortalidad es la necrológica. Lo habitual es que la necrológica —es decir, la muerte— llegue cuando el personaje goza de buena fama, aunque hay numerosos ejemplos de lo contrario. Algunos difuntos llegan ya muy degradados a su propia necrológica. Jean Fontaine, “actriz de Hollywood” o Betty Page, “Pin-up de los años 50”, aparecen en su página mortuoria siempre jóvenes y sonrientes. Pero en realidad sus necrológicas se refieren a personajes que fueron muy populares en los años cuarenta o cincuenta, que han fallecido retiradas en su residencia de Los Ángeles o de Carmel después de años de estricto anonimato. En la televisión estadounidense había un programa a mediados de los sesenta titulado ¿qué fue de…? sobre fracasos y caídas de pequeños prodigios del entertainment, famosos en su tiempo y luego caídos en el olvido. En aquel programa, al menos, los supervivientes estaban aún vivos y podían cobrar el cheque de su momentánea resurrección, pero sabían también que esa aparición televisiva sólo serviría para degradar aún más su desaparición definitiva y sus posibilidades de una necrológica más o menos digna. En el peor de los casos, la necrológica es una simple llamada de atención antes del olvido definitivo.
«Sólo es una frágil hoja flotando en las aguas turbulentas del Zeitgeist.»
Para un lector de necrológicas como yo, éstas son las más interesantes. Si leo en el periódico que ha muerto Leopoldo M. Panero, por poner un ejemplo, recordaré el placer de leer alguno de sus poemas, incluso volveré a tener un momento de intimidad con su personaje, su malditismo, su exceso. Pero no es comparable a la necrológica de un auténtico fracasado; no un maldito, sino un desconocido: leer por la mañana, con el café de primera hora que ha fallecido Betty Page es como darse de bruces con la vida. Descubrir que ha muerto alguien que no conocías, que se ha acabado una vida que te fue totalmente ajena, que ha muerto una mujer célebre en su tiempo por su belleza de la cual no tenías noción. Esa es la auténtica vanitas de la necrológica: la de los desconocidos que inmediatamente pasarán a engrosar las filas de los olvidados.